Una reflexión situada
– Por Ana Sofía Jemio –
Ya había empezado a escribir estas páginas cuando estalló una gran revuelta popular en Jujuy, una provincia al norte de Argentina. Las escenas de una represión a televisión abierta incluían gritos, corridas, sonidos ininterrumpidos de balas de goma. En un canal claramente progresista, la periodista angustiada repetía que la policía reprimía a los manifestantes en lugar de apresar a quienes habían incendiado autos y roto el vallado de la legislatura.
Bajo el impacto de esas escenas y el oscuro presagio de que nos esperan muchas más como estas, me indigné con la periodista. Me pareció que usaba un argumento buchón, como decimos en Argentina. Alcahuete, como se dice en Uruguay. Con las balas silbando, ¿lo mejor que tenés para decir es contra a quién sí debería ir la policía? Con las décadas y siglos de opresión acumuladas como capas geológicas, ¿la mejor defensa que se te ocurre frente a la rebelión de tu pueblo es que no es violento, sino que se manifiesta pacíficamente?
Me acordé, más tarde, de este pequeño escrito a medio concluir y le encontré una renovada actualidad. Su tema específico son las maneras –históricamente cambiantes– en las que se explica el Operativo Independencia, una operación militar realizada en 1975 en Tucumán, otra provincia del norte argentino. Fue allí, un año antes que en el resto del país y durante un gobierno constitucional, que se inauguró el sistema de campos de concentración y la política sistemática de desaparición forzada de personas en Argentina. Como en Tucumán funcionaba, a su vez, el único frente rural guerrillero que existía en ese momento en el país, la interpretación de una cosa quedó indisolublemente ligada a la otra.
Aunque se trata de una reflexión situada en un tiempo y espacio específicos, me he permitido ponerle un título genérico: «El lugar de las guerrillas revolucionarias en las memorias sobre el genocidio». Con ello quise enfatizar que, a través de los debates sobre un acontecimiento histórico específico, el Operativo Independencia, se discute, en el fondo, los modos de comprender el conflicto social, sus protagonistas, las líneas que dividen los campos del conflicto y una distribución diferencial de la legitimidad en el uso de la fuerza en la lucha de clases.
A través de esta historia específica, la de mi pueblo, el pueblo tucumano, aspiro (ojalá lo logre) a que ustedes, queridos lectores de otras latitudes, encuentren elementos y problemas en los que vean reflejados –y por eso hermanados– los avatares de su propia historia.
I. El Operativo Independencia: un acontecimiento incómodo
El 24 de marzo de 1976 las Fuerzas Armadas de Argentina instauraron una dictadura militar, cuyos métodos represivos se hicieron conocidos en el mundo a partir de la figura de la desaparición forzada de personas. Menos conocido es que el uso sistemático de esta política represiva había comenzado un año antes, en la norteña provincia de Tucumán.
En febrero de 1975, la entonces presidenta constitucional María Estela Martínez de Perón emitió un decreto secreto que ordenaba a organismos del Poder Ejecutivo Nacional, las fuerzas de seguridad y las fuerzas armadas, a realizar operaciones militares, de acción cívica y psicológica en Tucumán para “neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos”.
Bajo la coordinación del Ejército, se instaló una red de espacios de detención clandestina en la provincia a donde fueron trasladadas las personas que pronto comenzaron a ser secuestradas. La política represiva durante 1975 fue tan intensa que cuando comenzó la dictadura militar, en Tucumán ya había sido secuestrada la mitad de las víctimas de todo el período 1975–1983.
Este operativo –conocido más tarde como Operativo Independencia– se publicitó como una iniciativa antiguerrillera dirigida contra el Ejército Revolucionario del Pueblo – Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT ERP), que en 1974 había abierto un frente rural al sudoeste de la provincia.[1]
Tanto en la resistencia antidictatorial como en el retorno democrático de 1983, hubo muchísimas denuncias de los secuestros y desapariciones ocurridas durante esta operación, incluyendo la identificación de los principales Centros Clandestinos de Detención que habían funcionado durante este período. Sin embargo, hubo una fuerte reticencia a emparentar la naturaleza represiva del Operativo Independencia con la política represiva que implementó luego la dictadura militar. Es que el Operativo Independencia ha sido (y en parte sigue siendo) un acontecimiento incómodo.
Por un lado, evidencia que la instalación de campos de concentración y de la política sistemática de desapariciones forzadas no comienza con el golpe de Estado sino durante un gobierno constitucional, gobierno que ejercía un sector del peronismo. Por añadidura, cuestiona una asociación relativamente tranquilizadora que liga asesinatos estatales a dictaduras militares y reserva el terreno calmo para el Estado constitucional de derecho.
Por otro lado, el Operativo Independencia vuelve insoslayable la discusión, aún áspera, sobre las guerrillas revolucionarias en general, y la guerrilla rural del PRT-ERP en particular. Este no es, por supuesto, un tema estrictamente «tucumano». La discusión sobre qué rol tienen las guerrillas revolucionarias a la hora de explicar el proceso genocida atraviesa toda la historia nacional: ¿Fueron las guerrillas una excusa esgrimida por los sectores dominantes y el verdadero fin era barrer con toda resistencia posible al modelo neoliberal? ¿Se trató de una reacción defensiva de las fuerzas del régimen que vieron en las guerrillas y el movimiento popular una amenaza al statu quo? ¿Aceleró y/o intensificó la guerrilla un proceso represivo que tarde o temprano iba a producirse, como lo demuestran otros países de América Latina donde hubo dictaduras represivas sin que hubiera guerrillas?
Aunque todas estas preguntas se plantean a nivel nacional, existe una explicación última de la violencia genocida que puede prescindir de ellas porque efectivamente la política represiva atacó sin distinción a las conducciones, militantes de base y simpatizantes de la izquierda marxista, la izquierda peronista y el reformismo de cualquier tipo y color, en cualquier ámbito en el que desarrollasen su militancia. En Tucumán, en cambio, no es tan fácil omitir esta discusión porque cuando uno intenta explicar por qué en la provincia la política sistemática de desaparición forzada comienza un año antes, algo tiene que decir sobre la guerrilla.
Estas preguntas no fueron un desafío para la teoría de la guerra y sus variantes ni para la teoría de los dos demonios y sus distintas versiones. Para ambas, la respuesta (con matices) es que la guerrilla fue la causa del lanzamiento del Operativo Independencia. Es, en cambio, una respuesta a construir para aquellas explicaciones que buscan historizar el proceso represivo haciendo eje en las confrontaciones de mediano plazo entre proyectos políticos, económicos y sociales de distinto signo.
II. La guerrilla como factor explicativo del genocidio
El llamado Juicio a las Juntas y el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), por nombrar dos hitos fundantes del retorno democrático de 1983, tuvieron un reconocimiento esquivo de la naturaleza represiva del Operativo Independencia. Admitir su similitud con lo ocurrido durante el gobierno dictatorial tensaba la explicación de los hechos que se había vuelto hegemónica durante el retorno democrático: la teoría de los dos demonios.
Según esta narrativa, el conflicto que desembocó en el golpe de Estado de 1976 comenzó por las acciones violentas de las organizaciones guerrilleras, que fueron respondidas por el Estado con una violencia infinitamente peor. Por eso –continúa el argumento– miles de víctimas “inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla” cayeron bajo las garras de un terror estatal desbocado que, en lugar de reprimir con las herramientas legales existentes, optó por métodos clandestinos e ilegales.
El repudio a la represión desplegada por el Estado radicaba, así, en dos puntos: no haber distinguido, a la hora de reprimir, entre terroristas y no terroristas (entre violentos y no violentos, resuena hoy), y no haber echado mano de los medios legales que disponían. En este esquema explicativo, el Operativo Independencia fue caracterizado como una operación legal destinada a combatir a la guerrilla. Esta interpretación cumplía distintas funciones en el relato general. Por un lado, corporizaba a uno de los demonios en una imagen cuasi cinematográfica: instalados en el monte tucumano, vistiendo uniformes y con fusiles al hombro, la guerrilla era representada como una amenaza para toda la nación. Por otro lado, permitía mostrar que el gobierno constitucional era capaz de reprimir legítima y legalmente a los “terroristas” y podía hacerlo de manera eficaz porque, según se afirmaba, hacia fines de 1975 los grupos guerrilleros ya habían sido derrotados.
Si en ese proceso hubo CCD o ejecuciones clandestinas ello se debía, según este argumento, a una interpretación errada que habían hecho las Fuerzas Armadas de los decretos secretos por los cuales el gobierno constitucional les ordenaba reprimir.
Esta explicación se había construido en oposición a la narrativa elaborada por los propios perpetradores, que también consideraban al Operativo Independencia una pieza clave en su argumentación, aunque por otros motivos. Tucumán demostraba la existencia de una guerra que ellos habían librado y ganado. Además, esgrimían la normativa estatal que había regulado esa operación como prueba de su inocencia: no habían hecho más que seguir las leyes. Pese a las diferencias de sentidos, ambas argumentaciones coincidían en un punto: la ilegalidad e ilegitimidad de la guerrilla, argumento que servía para fundar la legitimidad de la represión ordenada por el gobierno de Martínez de Perón.
Reconocer la existencia de un plan sistemático de desaparición forzada de personas y el montaje de un sistema concentracionario en la provincia durante 1975 era incompatible con esa funcionalidad argumental del Operativo Independencia. Y era también indigerible para las condiciones sociopolíticas del retorno democrático cuyo organizador simbólico, la díada dictadura/democracia, no resistía desaparecidos CCD en un gobierno democrático.
En este contexto –y en oposición a estos dos discursos– en Tucumán se elaboró muy tempranamente una interpretación que retomaba una lectura sobre el proceso histórico desarrollada en ámbitos intelectuales y de la militancia de los años setentas y tempranos ochentas. Esta interpretación –plasmada en el Informe de la Comisión Bicameral que investigó los crímenes de Estado en la provincia– quedará en los márgenes de las disputas de sentido hasta unos veinte años después.
III. Genocidio y neoliberalismo
Algunos de sus principales trazos fueron retomados en una nueva forma de explicar lo ocurrido durante la dictadura militar que se consolidó durante los gobiernos kirchneristas (2003-2015). Esta explicación corría del centro de la escena a las organizaciones revolucionarias que habían optado por la lucha armada. El eje central para comprender la represión dictatorial pasó a ser la necesidad de las Fuerzas Armadas de barrer con cualquier resistencia a los planes de instalación de un nuevo modelo económico y social: el neoliberalismo.
Tucumán era un caso paradigmático en ese sentido porque el primer intento sistemático de producir este tipo de transformaciones se había hecho con el golpe de Estado de 1966. Ese gobierno de facto tomó una serie de medidas que, en el lapso de 2 años, produjeron el cierre de 11 de los 27 ingenios azucareros que existían en la provincia. Dado el peso de esa agroindustria en la economía provincial, esto produjo un efecto dominó sobre todas aquellas actividades asociadas directa o indirectamente a la agroindustria, generando la destrucción de entre 40 y 50 mil puestos de trabajo, la migración de aproximadamente un cuarto de los habitantes de la provincia y una crisis social, económica y política de enormes proporciones.
El cierre de ingenios fue una política exitosa para el capital en términos de reconversión productiva: para 1973, la industria azucarera tucumana ya había recuperado y aumentado los niveles de producción, pero con 11 fábricas y 50 mil trabajadores menos. La clase trabajadora había sufrido una fuerte derrota, se encontraba estructural y políticamente debilitada. Sin embargo, no bastaron los mecanismos de disciplinamiento económicos y extraeconómicos para que esa nueva situación fuera aceptada por los trabajadores. Las gravísimas consecuencias sociales que acarreó el cierre de ingenios fueron leídas en términos de un problema colectivo y habilitaron, así, un proceso de rearticulación.
Por eso, según esta interpretación del período,6 Tucumán es el ejemplo más palpable de que para ese tipo de modificaciones podían implementarse sin un baño de sangre.
En esta interpretación histórica, las acciones armadas de las organizaciones revolucionarias no son concebidas como el punto inicial del conflicto. Y por eso no necesitan legitimar el Operativo Independencia como una iniciativa para frenar el avance de las guerrillas.
A diferencia de la teoría de los dos demonios, esta nueva forma de explicar lo sucedido no distingue entre “víctimas inocentes” y “víctimas culpables”, entre “militantes sensibles” y “terroristas”. Reivindica a todas las víctimas en su condición de militantes, de personas que pensaban distinto o luchaban por un mundo más justo. Esta manera de concebir a las víctimas permitió hermanar los horizontes políticos del pasado con los del entonces partido gobernante: hoy, como ayer, se lucha por un mundo más justo, se busca concretar esos sueños, pero con otros medios. Esta manera de concebir a las víctimas produjo un efecto de repolitización desde una matriz liberal: la militancia se comprendió fundamentalmente como la lucha por la ampliación de derechos ciudadanos.
La memoria de las organizaciones revolucionarias (tanto las que optaron por la lucha armada como las que no) genera cortocircuitos en esta manera de significar lo sucedido: no buscaban ampliar derechos, ni construir un Estado democrático sino hacer una revolución social. Y para ello utilizaron medios que no son los previstos por el Estado constitucional. Es por eso que esta nueva forma de concebir el pasado reciente tendió a no problematizar, ni dar un lugar específico a las otrora estigmatizadas organizaciones guerrilleras. Más bien silenció el problema o lo barrió debajo de la alfombra de las “resistencias de todo tipo” que los militares vinieron a acallar.
Pero, como he señalado, en el caso del Operativo Independencia, no es sencillo omitir esta discusión: en los montes tucumanos existió una guerrilla rural, un gobierno constitucional envió tropas del Ejército a la zona, hubo efectivamente enfrentamientos y se montó una enorme operación de propaganda para construir a Tucumán como el Vietnam de Argentina. En ese proceso se instalaron CCD y una política sistemática de desapariciones forzadas. Por eso, explicar el Operativo Independencia va a generar tensiones en estos relatos, porque implica responder ¿por qué la política genocida un año antes?, ¿qué relación tiene esto con la guerrilla?
IV. La guerrilla como excusa
Para resolver este atolladero, se recurre en general a una explicación sencilla: la guerrilla fue una excusa aprovechada por los perpetradores para dar inicio al genocidio. Y era una excusa porque eran pocos y porque el verdadero blanco era la resistencia obrera y popular.
Me parece que esta afirmación es problemática en varios sentidos.
1. La proposición “eran pocos” (50, 100, 200 según distintas fuentes) se construye a partir de una serie de exclusiones: las organizaciones guerrilleras (ERP y Montoneros) son escindidas de sus respectivos partidos, frentes de masa y organizaciones de superficie, quedando reducidas al núcleo de combatientes armados. Además, son desgajadas de las corrientes revolucionarias que (optando o no por la lucha armada) se planteaban como proyecto político la transformación radical del sistema capitalista.
2. La oposición guerrilla = excusa vs movimiento popular = verdadero objetivo construye dos universos en apariencia separados. Por medio de esta operación se obtura la existencia efectiva de fuerzas políticas (no individuos ni grupos armados) con un horizonte revolucionario que tenían inserción (se podrá discutir si mayor o menor) en las organizaciones obreras, estudiantiles, barriales, religiosas, etc. Estas fuerzas políticas construyeron embrionariamente una alternativa de poder e introdujeron lógicas de confrontación político-militar en la lucha de clases.
3. Depositadas las aspiraciones revolucionarias y, a veces, “la violencia” en ese núcleo reducido de combatientes armados, la “militancia social, política, sindical” aparece como un bloque depurado de resabios violentos y, sobre todo, de aspiraciones revolucionarias. Como corolario, el horizonte de un cambio radical de este sistema nunca existió o, mejor dicho, estuvo encarnado en unos pocos combatientes armados, no en una fracción, minoritaria pero nada despreciable, de nuestra sociedad.
Creo que este modo de argumentar genera una interpretación del pasado que, por una vía impensada, no intencional, va a coincidir y reforzar uno de los triunfos ideológicos más grandes de este sistema: no hay alternativa al capitalismo. Y es que, en esa lectura del pasado, lo viable, reivindicado y deseado es una transformación más igualitaria dentro del sistema. Lo que queda obturado es la posibilidad de una alternativa a este sistema.
No obstante, no es este el problema que más me preocupa. El terror ha sepultado durante mucho tiempo, con la mueca de la muerte como custodia, la memoria histórica de las grandes luchas populares. A medida que la movilización popular desempolvó esos recuerdos como horizonte-constatación de que era posible la organización colectiva; a medida que el pasado acudió en auxilio de identidades presentes en lucha porque antes se hizo y ahora también se puede hacer, esa memoria histórica (nunca del todo sepultada) volvió a aparecer.
Quizá ese pasado ha sido desempolvado en la medida de las posibilidades del presente: para cualquier persona de a pie es mucho más significativo y reivindicable en el presente una generación diezmada por luchar por un trabajo digno, un salario justo, un acceso pleno a la salud, la educación o la vivienda. Y no es poco. Sería ocioso e inconducente achacarles a estas explicaciones no reconocer “suficientemente” la existencia de un proyecto revolucionario. Estas explicaciones son la expresión de una situación actual que no se modifica con el puro deseo, mucho menos con “precisión teórica”.
El problema que más me preocupa es que el argumento de la excusa no logra confrontar con el núcleo duro que aún persiste en el sentido común de buena parte de la sociedad tucumana.
Al presentar una imagen pacificada y no violenta de las resistencias populares y encapsular en las organizaciones revolucionarias una violencia que no termina de encontrar asidero en la historia de lucha de las clases populares, estas argumentaciones no logran construir un nuevo sentido a las confrontaciones político-militares que efectivamente se desarrollaron en la provincia y sobre las cuales existe una memoria popular que se ha transmitido entre generaciones. Dejan, así, el terreno libre para que continúen operando los discursos que, terror mediante, han calado hondo en el sentido común reconociendo y exaltando esas confrontaciones con el peor de los sentidos.
Adicionalmente, dejan intacto el estigma que aún pesa sobre las organizaciones armadas y que, en las memorias populares, funciona extendiendo un manto de sospecha sobre cualquier tipo de militancia. Aquel que, venciendo el terror y el silencio de tantos años, se anima a reconocer su militancia deberá probar, ante reales o imaginadas miradas de sospecha, su ajenidad con respecto a las organizaciones revolucionarias.
V. De la guerrilla al campo popular
Mucho se ha dicho acerca de la necesidad de hacer un balance de la derrota, de los aciertos y errores de los proyectos revolucionarios setentistas. Entre las muchas y arduas tareas que esto implica, creo que hay una que se vuelve acuciante en tiempos de ascenso de las derechas más radicales: evidenciar el rol que ha cumplido (y sigue cumpliendo) la figura de la guerrilla (no su experiencia histórica) en las disputas por los modos de entender los conflictos sociales pasados y, sobre todo, presentes.
Depositaria de una condena a «la violencia», la figura de la guerrilla ha tenido como función central construir un consenso en torno a qué tipo de conflicto social es aceptable y deseable. Y, por ende, establecer como válido el límite a partir del cual ese conflicto deja de serlo y convierte en legítima la represión estatal.
Al mismo tiempo, su exclusión como parte de los conflictos aceptables y deseables ha construido a la guerrilla como una entidad ajena al pueblo, sus organizaciones y sus «legítimos» deseos.
Sacar a las experiencias guerrilleras de ese lugar de ajenidad no significa construir una mirada en espejo según la cual las guerrillas nacieron de y para representar «los legítimos deseos del pueblo». Significa, en cambio, desactivar un principio de escisión o, mejor, trazar otras fronteras en el conflicto. Unas que reúnan a todos aquellos que –con objetivos, formas de organización y horizontes distintos e incluso en abierta disputa– tenían en la vereda del frente a los mismos antagonistas.
[1] Era el único frente rural funcionando en Argentina, el resto eran guerrillas urbanas. En los años previos hubo en Argentina otras experiencias de guerrilla rural, dos de ellas en Tucumán: Uturuncos y las Fuerzas Armadas Peronistas en Taco Ralo.