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EN DEFENSA DEL REALISMO

Segunda parte

-Por Matías Matonte-

Retomando la problematización del realismo literario, quisiéramos abordar en esta segunda parte la cuestión de la decadencia de la sociedad burguesa y su reflejo en la literatura, el debate con las vanguardias y las perspectivas para la reconstrucción de un nuevo realismo que represente el profundo y complejo drama de nuestro tiempo.

En primer lugar debemos transparentar la relación del realismo con la herencia cultural burguesa y sus diferencias con el vanguardismo, a este respecto mientras los hijos de la tradición realista en la novela moderna (desde Cervantes hasta Thomas Mann) expresan las tendencias históricas que cristalizaron en la constitución de nación, clase, y de su ideología dominante, las vanguardias en el mejor de los casos ignoran el proceso dialéctico de la historia, y en el peor de los casos lo repudian, e incluso, como veremos, rechazan cualquier explicación de la leyes históricas.

El resentimiento vanguardista

Las vanguardias estéticas del siglo XX pretenden reaccionar al milenario edificio europeo y occidental, construido como un avance civilizatorio de los pueblos que en un momento conjugó y sintetizó lo mejor y más avanzado del racionalismo burgués y su elaboración teórica de una nueva sociedad erigida sobre los principios de igualdad jurídica y ciudadanía con el avance histórico de las masas populares del Tercer Estado contra la opresión feudal y el Estado absolutista; y que tuvo como resultado las consecuentes revoluciones burguesas, desde la república de Cromwell hasta la Revolución Francesa, pasando por la Revolución Norteamericana; complejísimos procesos históricos y sociales, y portadores de un legado progresivo que sin embargo es repudiado de plano por el vanguardismo.

No es de extrañar que las diferentes corrientes vanguardistas, beban en mayor o menor medida de las fuentes decimonónicas del Romanticismo, el Simbolismo y el Parnasianismo, todos movimientos estético-poéticos, que comparten su profunda defensa del irracionalismo, la absolutización subjetiva en el yo poético, y por supuesto el rechazo a la sociedad industrial moderna, y el refugio por lo tanto en la Edad Media y el apogeo social y político del Cristianismo, no en balde uno de los «manifiestos» más enérgicos del movimiento romántico fue El genio del Cristianismo de François-René de Chateaubriand.

Ahora bien, las vertientes vanguardistas exacerbaron hasta límites inimaginables este resentimiento por la herencia cultural de los pueblos y su progreso civilizatorio; no es momento ni lugar aquí para detallar puntillosamente como se expresa este malestar en los diferentes movimientos (Cubismo, Surrealismo, Futurismo, Dadaísmo, Ultraísmo, etc, etc), sin embargo lo que queremos consignar es que este repudio aparentemente antiburgués a la tradición occidental, esconde en el mejor de los casos una profunda ignorancia por los avances y los retrocesos de las masas y los pueblos en el proceso histórico, o en el peor de los casos un resentimiento elitista y pequeño burgués por la tradiciones de las masas populares, en sus marchas y contramarchas, desde la sociedad feudal hasta la burguesa.

En todo caso, acudamos nuevamente al húngaro Georg Lukács para explicar mejor esta cuestión acerca de la postura reaccionaria de las vanguardias ante la herencia burguesa:

Una doctrina como la de los «vanguardistas», que no ve en las revoluciones más que rupturas, catástrofes que aniquilan todo lo pasado, que desgarran toda conexión con un pasado grande y glorioso, es la doctrina de Cuvier, no la de Marx y Lenin (…). Pero la historia es la unidad dialéctica viva de continuidad y discontinuidad, de evolución y revolución (…). Lenin dice sobre la concepción marxista de la herencia: «El marxismo consiguió su importancia histórico-universal como ideología del proletariado revolucionario por el hecho de que no rechazó en modo alguno los logros más valiosos de la era burguesa, sino que, por el contrario, se asimiló y elaboró todo lo valioso del desarrollo más que bimilenario del pensamiento humano y de la cultura humana.

Aunque figuras del movimiento vanguardista como André Bretón se solidarizaron con dirigentes socialistas como Trotsky, o Pablo Picasso denunció al franquismo y adhirió al Partido Comunista, cabe acotar no obstante que algunas de las corrientes vanguardistas simpatizaron fervientemente con el fascismo, como en el caso del Futurismo de Marinetti o del pintor Salvador Dalí, por eso la referencia implícita de Lukács a los nostálgicos nacionalistas de un pasado «grande y glorioso».

Tras las huellas de la pedagogía griega

Uno de los elementos que hemos defendido con respecto a la función social del realismo literario es su potencialidad pedagógica de masas, su capacidad de reflejar los más profundos conflictos sociales y espirituales de una época, de una nación y de una clase, y de recrear de esta manera incluso hasta el ethos cultural de un pueblo en un período determinado.

Por ejemplo la denominada «Comedia humana» de Honoré de Balzac, comprendida en ochenta y siete novelas, representa la colosal empresa de retratar de forma viva y orgánica la vida del pueblo francés en el convulsionante período posrevolucionario, de la misma forma que gran parte de la obra de Dickens refleja los sufrimientos y apremios de la clase obrera en general, y de la infancia pobre en particular, además de la corrupción moral de la clase dirigente en la era victoriana. Y a su vez del mismo modo Tolstói, recrea en su descomunal y extensa Guerra y Paz, la heroica resistencia del pueblo ruso a la invasión napoleónica.

Sin embargo, esta función social como decíamos, vehiculizada por la mímesis literaria ha perdido peso y validez en el campo literario, y peor aún ha sido marginada su validación académica en la crítica literaria desde la mitad del siglo XX hasta la actualidad, principalmente por lo que denominamos anteriormente como hegemonía posmoderna; nacida paradojalmente de las entrañas de la teoría literaria marxista, pasando por el marxismo heterodoxo y ecléctico de la Escuela de Frankfurt (Adorno y Benjamin principalmente), la crítica de la deconstrucción de Derrida, el estructuralismo y posestructuralismo de Barthes y compañía, hasta arribar a las degradaciones teóricas más drásticas en la corriente posmoderna de los denominados estudios culturales, que llega hasta nuestros días.

Más allá de las aparentes diferencias entre estas corrientes críticas, aún así todas comparten un acendrado eclecticismo que desorienta y confunde el estudio serio de los textos literarios por la ausencia de un método coherente; pero lo fundamental es que, a pesar de su aparente novedad en la superficie discursiva, todas son hijas, encubierta o declaradamente, del viejo idealismo burgués del obispo Berkeley.

Hace algunas décadas Terry Eagleton en La función de la crítica (1999), había profundizado en las miserias de la crítica literaria contemporánea y su servilismo a la industria editorial de la sociedad burguesa del capitalismo tardío, y aunque el teórico marxista inglés se centraba en la historicidad de tal degradación, uno de los aspectos que no contempló en su ensayo, fue el de la pérdida de la noción pedagógica del arte en general, y de la literatura en particular,  o sea de su función social de educación cívica.

Aunque Platón y Aristóteles adopten en importantes cuestiones de este tipo posiciones diametralmente contrapuestas, el hecho es que no hay discrepancia alguna entre ellos por lo que hace a la importancia de la música para la pedagogía social. Ese acuerdo, sobre el trasfondo de todas las demás contraposiciones filosóficas y sociales entre los dos pensadores, se basa en que ambos conciben la música como mímesis de las emociones humanas, y esperan de ella -igual que de la poesía- efectos catárticos sobre el ethos del futuro ciudadano activo.

Como sagazmente menciona Lukács en este pasaje de su extensa Estética, la profunda sabiduría griega que comprendía la función social-pedagógica del arte en el proceso formativo del ciudadano, es lo que hemos perdido en esta era de hegemonía posmoderna y de degradación cultural de masas.

La tradición realista y las perspectivas para su reconstrucción

Como mentábamos en la primera parte, la descomposición del realismo clásico dio sus frutos por un lado en la novela objetivista, en experimentos como el de Robbe-Grillet, fracasados por su exceso de intelectualismo, o en la literatura panfletaria en sintonía con las tendencias más extremas del realismo socialista, o incluso irónicamente en su contrario, en las novelas de propaganda antisoviéticas, como por ejemplo las de Boris Pasternak o Aleksandr Solzhenitsyn.

Sin embargo, debemos reconocer que la tendencia que más se desarrolló en las últimas décadas del siglo XX y lo que va del presente siglo, fue la novela impresionista o subjetivista; y con ella se consolidó una estética del fragmento, la representación de conflictos periféricos, marginales (identidad sexual por ejemplo), de nicho subjetivo e intranscendencia social.

Aunque es cierto que el realismo clásico nunca representó personajes homosexuales por poner un ejemplo, el problema mimético de esta nueva narrativa no es ese, sino que consiste en la absolutización temática y el encasillamiento subjetivista de múltiples particularidades identitarias (sexualidad, género, origen nacional etc), que deviene inevitablemente en una hiperinflación subjetiva y su contracara inmediata, una drástica deflación social en la literatura.

Este tipo de novela, por lo tanto, está lejos de aproximarse a la creación y producción de personajes como tipos sociales que nos ofrecía el realismo clásico en las personalidades ficcionales de Bolkonski, Vautrin, Fagin, Ráskolnikov, Buddenbrook, que constituían verdaderas metonimias particulares de una totalidad social.

El problema fundamental de nuestro tiempo, tampoco es la inexistencia de novelas realistas que den cuenta de las sociedades de nuestros días, sino la descomunal ausencia desde hace mucho tiempo de los mojones históricos en la narrativa contemporánea como en su momento lo fueron la Comedia humana de Balzac o el retrato del período victoriano de Dickens como decíamos antes; y esto conlleva a una tendencia a la deflación social en la narrativa actual.

La tradición realista que se corona en la cúspide de la consagración estética con el realismo clásico del siglo XIX, es sintetizado como no podría ser de otra manera, por la inteligencia húngara más preclara en el campo del marxismo revolucionario y que ha sido nuestra brújula en el desarrollo del presente análisis: Georg Lukács:

Todo esto no tiene nada de enigmático ni de paradójico: es la esencia de todo realismo auténtico e importante. Como ese realismo, desde Don Quijote, pasando por Oblomov, hasta los realistas de nuestros días, tiende a la creación de tipos, tiene que buscar en los seres humanos, en las relaciones entre los hombres, en las situaciones en que actúan los rasgos duraderos que actúan durante largos períodos como tendencias objetivas del desarrollo de la sociedad e incluso de toda la humanidad. Estos escritores constituyen una real vanguardia ideológica, pues dan forma a las tendencias vivas, pero todavía ocultas, de la realidad objetiva, tan profunda y verazmente que su obra es confirmada por el posterior desarrollo de la realidad, y no sólo en el sentido de la simple coincidencia de una buena fotografía con el original, sino precisamente como expresión de una comprensión múltiple y rica de la realidad, como reflejo de las corrientes ocultas bajo la superficie…

En este sentido nuestra defensa del Realismo clásico, se basa en su potencialidad pedagógica para construir con poder intelectual (Johnson-Bloom) el gran mosaico de la nueva sociedad de clases por un lado, y por otro, la sabiduría para entender las tendencias más generales del proceso histórico; es la tarea de los escritores de esta era, empuñar el viejo método para descifrar, a caballo entre dos siglos, la totalidad social de nuestro tiempo.

Referencias

Lukács, Georg. Materiales sobre el realismo. Barcelona: Ediciones Grijalbo. 1977. Impreso.

Lukács, Georg. Estética I, 4. Barcelona: Ediciones Grijalbo. 1967. Impreso