-Por Gustavo Fripp-
En una esquina de la calle Anzani, en los primeros años de los 90, había una imprenta que me llamaba mucho la atención porque tenía pegados en las paredes unos afiches anarcos, algunos de los cuales estaban en un idioma raro que luego me enteré que era el sueco. Siempre pasaba y relojeaba hasta que un día me animé a entrar con la excusa de pedir un presupuesto para una revista subte que sacaba entonces: La Gaceta Callejera. Allí Charo y el Viejo Carlos me atendieron con mucha calidez y se mostraron muy interesados sobre esa revista desprolija escrita a máquina y diseñada con collages pegados con cascola con la cual uno puteaba a éste sistema de mierda en su más tierna juventud.
No me acuerdo cómo fue que terminamos cultivando una hermosa amistad entre esos viejos y otros amigos más o menos de mi edad. El asado y el whisky siempre los ponía el Viejo porque nosotros, como buenos sobrevivientes de los 90, nunca teníamos un mango. A lo sumo poníamos algún litro de aquellos viejos y queridos vinos lija.
Y así nos fuimos conociendo, pensando el mundo que queríamos y escuchando millones de sus anécdotas de viejo guerrero que al contrario de las vacas sagradas (como se conocía a aquellos viejos militantes de los años duros cuya palabra era sacrosanta), no se erigía como la voz de la experiencia ni se vanagloriaba por haber puesto una bomba, ni por haber estado en cana o en el exilio.
El Viejo, había participado en los años 60 del grupo embrionario de lo que luego fueron los Tupamaros. Posteriormente se abrió para unirse a la guerrilla de la Organización Popular Revolucionaria 33 Orientales (OPR- 33, que fue el brazo armado de la Federación Anarquista Uruguaya) y como tal también estuvo en cana.
Cuando la famosa fuga del Abuso,en 1971, en la cual los tupamaros realizaron un túnel desde el interior del Penal de Punta Carretas por la cual se fugaron más de un centenar de presos políticos, el Viejo decidió quedarse adentro y que el cupo para fugarse que los tupas le habían otorgado a los anarcos (3) lo usen otros compañeros suyos. Tres meses después, mientras los soldados estaban en obras para tapar los agujeros que habían quedado tras la masiva fuga, el Viejo (que todavía era joven), se fugaba del Penal por la puerta, caminando, vestido de milico verde y con un envase de Coca- Cola con la excusa de ir “hasta el boliche” a comprar “unos refrescos y unos refuerzos” para su superior. Y se fue a la Playa Ramírez, donde estuvo unas cuantas horas en el agua con la cabeza para afuera mientras se sentían las sirenas de los patrulleros que para un lado y para el otro buscaban al nuevo prófugo.
El batallar lo llevó a andar por la Argentina, Chile y Costa Rica, de donde lo expulsaron, y como muchos, terminó en Suecia.
Cuando volvió a Uruguay, en 1987, lo hizo con esas máquinas para montar esa imprenta en la cual, según sus propias palabras, “desfiló gran parte de la juventud de los años 80 y 90 con el propósito de publicar unas revistas que ellos mismos armaban a manera de collage, recorte y pegue por todos lados y con consignas transgresoras”. Revistas que se pagaban “si podían, lo que pudieran, cuando pudiesen”.
“Los más veteranos debíamos hacer un esfuerzo para bancar aquellos gurises punks, vestidos de negro o desarrapados con pinta de locos y quizá de rotos, pero enteros” escribió en su libro Volvería a hacerlo, editado en 2011.
En la efervescencia de los años 90, algunos de esos fanzines, como Grito de Protesta, En la Línea del Frente y El Maniático Cronista se juntaron para dar luz al periódico Barrikada. La imprenta del Viejo ya se había mudado a la calle Gloria y tenía las luces prendidas hasta la hora de la madrugada que fuera necesaria para que el último pliego quede doblado.
«Cuando trataba con los jóvenes que tenían ganas de cambiar el mundo, ni se vanagloriaba de haber puesto una bomba o haber estado preso o en el exilio. Se declaró admirador de la generación de los 90 y en esos jóvenes depositó sus esperanzas.»
El Viejo se declaró admirador y enamorado de aquella última generación rebelde que salió a ocupar liceos, tomar las calles y cuestionarlo todo. Nunca se hizo el guerrillero feroz, ni se lo vio alardear como un gran luchador, ni se lo escuchó decir “yo sé lo que es la represión”.
Tuvo las orejas más abiertas que la boca para escuchar a aquellos jóvenes que, decía, “eran víctimas de las razzias policiales y segregados de los espacios de la izquierda tradicional” que “los fines de semana los pasaban en las comisarías más que en los bailes”, de donde “había que sacarlos por tandas con la ayuda de algún abogado compañero” y que “salían con las zapatillas sin cordones, retobándose con el comisario para así confirmarle que no habían escarmentado nada”.
Ese Viejo que se ponía feliz cuando conocía otro joven rebelde, ese Viejo anarco que ilustró las portadas de los diarios de los años 60 y 70, tanto porque “Se Busca” como porque lo acababan de agarrar, ese Viejo terrorista con el que compartimos copas y chinchulines soñando revoluciones; ese Viejo, se murió el otro día. Como dijo Pablo, su hijo: se fugó de nuevo, pero ésta vez de este mundo. Hasta luego, Viejo…