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ANTIFASCISMO ES ANTICAPITALISMO

-Por Melmo RCP-

En los círculos antifascistas existe un dicho: «Antifascismo es anticapitalismo». Sin embargo, cada vez más intelectuales y think tanks de la esfera ideológica neoliberal o conservadora, especialmente en América Latina, están tratando de difundir la idea de que los regímenes que se impusieron en Italia y Alemania en los años 20 y 30 fueron unas formas de «socialismo», y de alguna manera anticapitalistas. En el contexto del 25 de abril, «Día de la Liberación», fecha que recuerda como en 1945 comenzó la insurrección general de los grupos partisanos en el norte de Italia y el régimen mussoliniano que había subyugado al país durante más de 20 años fue finalmente sepultado, creo que sería útil aclarar este punto.

Los argumentos más utilizados para justificar la asociación entre “fascismo histórico” y socialismo son principalmente dos. Por un lado, el argumento que podríamos llamar «semántico», es decir, la afiliación formal de Mussolini al Partido Socialista y la presencia del término «socialista» en el nombre del partido de Hitler, y por otro lado está el argumento más sustancial, que subraya el aparente carácter colectivista de algunas políticas de los dos regímenes. 

Aclaro: Cuando hablo de Fascismo, con mayuscula, estoy hablando específicamente del régimen de Mussolini, cuando escribo fascismo, sin mayúscula, hablo del fascismo entendido como corriente política y cultural más en general.

¿El Fascismo fue socialista?

El primero es un argumento extremadamente infantil, que muestra una visión pobre y simplista de las doctrinas políticas en aquellos que lo utilizan. Atribuir al fascismo un carácter socialista solo porque su fundador fue militante de ese partido en su juventud es un error conceptual grave y una observación superficial e ilógica. El hecho de que una persona haya tenido un pasado político en un determinado partido no implica automáticamente que sus acciones o ideas, especialmente a lo largo de los años, sean coherentes con esa doctrina o ideología.

En el caso específico de Mussolini, además, su transición política no fue un alejamiento gradual o la formación de una nueva corriente rupturista con la dirección del partido, (como ocurrió en 1921 en Livorno con la fundación del Partido Comunista de Italia), fue expulsado del Partido y él mismo abrazó y promovió una visión basada en el nacionalismo exagerado, incompatible con las doctrinas socialistas más básicas, además fundada directamente en el anticomunismo y la oposición violenta a cualquier movimientos sindical y socialista, para el deleite de los industriales y terratenientes que financiaron sus camisas negras desde el día cero.

En la interpretación de intelectuales antifascistas de la época, como Gaetano Salvemini o Antonio Gramsci, el Fascismo fue la expresión de la reacción del capitalismo italiano ante el riesgo de una revolución socialista, que era especialmente amenazante en los años 1919 y 1920 (el «biennio rosso»), cuando campesinos y obreros, muchos veteranos de la primera guerra mundial, armados y organizados, parecían dispuestos a todo para «hacer como en Rusia». El movimiento fascista fue una solución impecable para los sectores conservadores, una reacción capaz de establecer orden, estabilidad y seguridad para la clase capitalista, y al mismo tiempo capaz de erradicar la lucha de clases de los trabajadores organizados, reprimiendo por un lado e imponiendo una visión corporativista de la sociedad y del mundo del trabajo por el otro, es decir, jerárquica y basada en el autoritarismo y en la propiedad privada de los medios de producción.

Además, aunque se presentaba, en palabras, como un régimen totalitario (fue precisamente en esos años que se acuñó el término, y el mismo Gentile, ideólogo del régimen, definía así el fascismo en la enciclopedia: «para el fascista todo está en el Estado y nada humano y espiritual existe ni tiene valor fuera del Estado. En este sentido, el fascismo es «totalitario»), no sólo nunca abolió la monarquía, sino que estableció una estrecha y fructuosa colaboración con la casa real italiana, y hasta el final contaron con el apoyo del rey Vittorio Emanuele III para obtener la legitimación de su gobierno y consolidar su poder. Y por supuesto, con mucho gusto la monarquía proporcionó el apoyo necesario para consolidar el régimen e implementar las políticas fascistas.

También tuvo una relación ambivalente con el Vaticano. Aunque la Iglesia católica inicialmente mostró preocupación por las tendencias anticlericales del movimiento, Mussolini se acercó a la Iglesia católica en Italia, al punto que en 1929, el Duce y el papa Pío XI firmaron los Pactos de Letrán, un acuerdo que reconcilió no solo al fascismo con el Vaticano, sino sobre todo al Vaticano con el Estado italiano en general, que hasta ese momento no era reconocido por el papa, quien se consideraba un «prisionero político en el Vaticano» e instaba a los católicos a no votar.

Con los Pactos de Letrán, la Iglesia obtuvo la concesión de un Estado independiente, la Ciudad del Vaticano, y un papel privilegiado en la sociedad italiana que continúa ejerciendo hasta el día de hoy, con numerosos privilegios, especialmente en el ámbito fiscal y económico. Por su parte, Mussolini obtuvo el reconocimiento papal como «Hombre de la providencia».

En resumen, si el fascismo fue socialista fue un socialismo imperialista, antisindicalista, antidemocrático, monárquico y hasta papista, no precisamente el sueño de Marx.

¿El Nazismo fue socialista?

En el caso de Alemania, la inclusión del término «socialista» en el nombre del Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores (NSDAP) se reveló de inmediato artificial y engañoso, funcional a atraer a las masas trabajadoras alemanas durante el período entre las dos guerras mundiales. En el transcurso de los primeros años de existencia del partido, algunos miembros, incluyendo a los hermanos Otto y Gregor Strasser, formaron efectivamente una corriente conocida como «nazismo de izquierda» o «socialismo nazi», que promovía políticas destinadas a mejorar las condiciones de los trabajadores, reducir las desigualdades sociales y combatir el poder financiero y económico de las élites, llegando a hablar explícitamente de “lucha de clases”, aunque siempre con un enfoque ultranacionalista y por ende incompatible con la naturaleza internacionalista del socialismo. Esta corriente fue eliminada precisamente por su tendencia clasista, en gran parte físicamente, durante la operación conocida como «La Noche de los Cuchillos Largos» en 1934 y por orden de Hitler. En resumen, el uso de «socialista» fue un acto de propaganda destinado a aprovechar la popularidad del término en la Alemania del período entre las dos guerras mundiales, un período en el que todavía estaba asociado de manera bastante genérica con ideales de igualdad social, protección de los trabajadores y lucha contra las desigualdades económicas, en contraposición especialmente a los partidos liberales.

El electorado alemán de la época, compuesto principalmente por trabajadores, agricultores y pequeños empresarios, estaba afectado por las dificultades económicas causadas por la Gran Depresión, y Hitler utilizó esta nomenclatura para intentar atraer a estas masas, presentándose como una alternativa «popular» a las ideologías de izquierda, consideradas como ramificaciones de la masonería y del «judaísmo internacional». En resumen, una narrativa que explotaba viejos prejuicios seculares sobre los judíos con una retórica de falso clasismo, narrativa que evidentemente no era nueva en Alemania, ya que mucho antes del ascenso de Hitler Agust Bebel había dicho que «el antisemitismo es la lucha de clases de los idiotas», todo condimentado con tesis anticientíficas y darwinismo social.

En la práctica de sus políticas, el régimen nazi de Hitler abandonó desde el primer momento cualquier apariencia de «partido del pueblo», asumiendo en su lugar un carácter aún más autoritario y opresivo para las masas trabajadoras que  el regimen republicano de antes, con una gestión del poder comparable más a una monarquía absoluta que a un sistema socialista. Existió una concentración total del poder en manos de Hitler, de los jerarcas del partido y sus aliados industriales. La visión racial de la política nazi es totalmente incompatible, además que con la antropología biológica, con el espíritu universalista e internacionalista del socialismo, para el cual la única diferencia relevante es la de clase. 

Hablando de las políticas económicas llevadas a cabo, el régimen nazi aplicó la opresión, la explotación, y a menudo directamente la esclavitud sistemática de enormes masas de personas, tanto alemanas como extranjeras, a través de campos de concentración, campos de trabajo y durante su expansión territorial se dedicó a la adquisición y el saqueo de recursos humanos y materiales de los territorios ocupadas. Todo el tejido industrial era utilizado por los cuadros del partido y por Hitler mismo como propiedad privada, totalmente subordinada a los caprichos del Führer. Un sistema decididamente incompatible con cualquier forma de socialismo, cuyo objetivo principal es precisamente la eliminación de la explotación de un ser humano por otro. Las mejoras en las condiciones materiales de parte de la población alemana en los primeros años del régimen nazi, no se debió a la redistribución de las riquezas, sino a la instauración de un sistema de privilegio y el robo sistemático de recursos, humanos y materiales. Mientras algunos pocos podían disfrutar de lujos como tener una televisión en su hogar para ver los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, otros muchos eran esclavizados hasta la muerte en campos de concentración y campos de trabajo, también por grandes industrias como las de Alfried Krupp.

Otra vez, si el Nazismo fue socialismo, fue un socialismo imperialista, clasista, racista, nacionalista y esclavista, tampoco precisamente el sueño de Marx.

¿Antifascismo es anticapitalismo?

Una vez aclarados estos puntos, todavía queda por explicar por qué «Antifascismo es anticapitalismo». En primer lugar, ¿por qué «antifascistas»? Los regímenes de Mussolini y Hitler eran muy diferentes entre sí. A su vez, éstos eran absolutamente diferentes del régimen de Franco, de las dictaduras en Latinoamérica en los años 70, o, por ejemplo, del actual gobierno de Turquía, tanto en retórica como en políticas. Sin embargo, los opositores a todos estos regímenes se autodenominan y se autodenominaban como «antifascistas». ¿Por qué?

El problema está en el uso del término “fascismo”, sobre el cual sería necesario ponerse de acuerdo. Por ejemplo, el régimen de Pinochet, ultraliberal, fue muy diferente al de Mussolini, estatista y corporativista, pero ambos fueron considerados expresiones de fascismo debido a algunas características comunes, como el mantenimiento de los equilibrios de poder a través de un uso autoritario del Estado, la represión política, el conservadurismo, el uso de la violencia y la violación sistemática de los Derechos Humanos.

Umberto Eco, intelectual italiano que vivió en carne propia el régimen Fascista, intentando definir que es el fascismo como doctrina política más general, acuñó el término «ur-fascismo» precisamente para describir esa serie de rasgos o características comunes que pueden encontrarse en sus diversas formas. Según Eco, el ur-fascismo es un fenómeno que puede manifestarse en diferentes matices e intensidades, incluso en democracias formales, pero que comparte algunas características fundamentales, como el culto a la autoridad, la supremacía del líder, el nacionalismo extremo, el tradicionalismo exagerado, la identificación de un enemigo interno como chivo expiatorio, la glorificación de la violencia y la oposición al universalismo y al internacionalismo.

En particular, los regímenes de Mussolini y Pinochet son casos emblemáticos que representan claramente, en diferentes épocas, el mismo fenómeno: la reacción del capitalismo y de los grupos de poder económico existentes frente a la amenaza de un cambio. En Italia este cambio era representado por las organizaciones de trabajadores y la influencia de la recién nacida revolución soviética, mientras en Chile era representado por el gobierno de Salvador Allende y la influencia de la revolución cubana. En resumen, «no son la misma mierda, pero cagan parecido».

El lema «Antifascismo es anticapitalismo» subraya entonces la necesidad de combatir todas las formas de “ur-fascismo” y de explotación, independientemente del contexto o la retórica utilizada. El antifascismo representa entonces una oposición global e intransigente a las fuerzas reaccionarias, que se presenten de cualquier forma, y a los movimientos y sujetos que las promueven y alimentan.

El Fascismo murió el 25 de abril de 1945, pero el fascismo todavía está aquí, en los sectores conservadores de la sociedad, en los grandes oligopolios, en el mercado engañosamente llamado libre, en los cultos religiosos y en las sectas, en los cultos de la personalidad, de la nación, y el tradicionalismo exasperado, en los partidos xenófobos y en la explotación.

Así que, «scarpe rotte, eppur bisogna andar». 

(“Zapatos rotos, sin embargo, hay que seguir”, letra de un viejo canto partisano)